Invitación

Te invito a la mágica aventura de escuchar un cuento.................. estoy segura de que no te arrepentirás............

domingo, 28 de noviembre de 2010

GUILLERMO JORGE MANUEL JOSE. Mem Fox



Había una vez un niño llamado Guillermo Jorge Manuel José. ¿Y saben? Ni siquiera era un niño muy grande.


Su casa quedaba al lado de un hogar para ancianos y conocía a todas las personas que vivían allí.


Le gustaba la Señora Marcano que por las tardes tocaba el piano.
Y también el Señor Tancredo que le contaba cuentos de miedo.


Jugaba con el Señor Arrebol que era loco por el beisbol.
Hacía mandados para la Señora Herrera que caminaba con bastón de madera.
Y admiraba al Señor Tortosa Escalante que tenía voz de gigante.


Un día, Guillermo Jorge Manuel José escuchó a su papá y a su mamá hablando de la señorita Ana.


– Pobre viejecita – dijo su mamá.
– ¿Por qué es una pobre viejecita? – preguntó Guillermo Jorge.
– Porque ha perdido la memoria – dijo su papá.
– Lo que no es raro – dijo su mamá –. Después de todo, tiene noventa y seis años.
– ¿Qué es una memoria? – preguntó Guillermo Jorge.
– Es algo que se recuerda – contestó su papá.


Pero Guillermo Jorge quería saber más.
Fue a ver a la Señora Marcano que tocaba el piano.
– ¿Qué es una memoria? – preguntó.
– Algo tibio, mi niño, algo tibio.


Fue a ver al Señor Tancredo que le contaba cuentos de miedo.
– ¿Qué es una memoria? – le preguntó.
– Algo muy antiguo, muchacho, algo muy antiguo.


Fue a ver al Señor Arrebol que era loco por el beisbol.
– ¿Qué es una memoria? – le preguntó.
– Algo que te hace llorar, jovencito, algo que te hace llorar.


Fue a ver a la Señora Herrera que caminaba con bastón de madera.
– ¿Qué es una memoria? – le preguntó.
– Algo que te hace reír, mi cielo, algo que te hace reír.
Fue a ver al Señor Tortosa Escalante que tenía voz de gigante.
– ¿Qué es una memoria? – le preguntó.
– Algo precioso como el oro, niño, algo precioso como el oro.


Entonces, Guillermo Jorge Manuel José regresó a su casa a buscar memorias para la señorita Ana, porque ella había perdido las suyas.


Buscó las viejas conchas de mar que hacía tiempo había recogido en la playa
y las colocó con cuidado en una cesta.


Encontró la marioneta que hacía reír a todo el mundo y también la puso en una cesta.


Recordó con tristeza la medalla que su abuelo le había regalado y la puso suavemente al lado de las conchas.


Luego, encontró su pelota de fútbol, que era preciosa como el oro, y por último, camino de la Señorita Ana, pasó por el gallinero y sacó un huevo calientico de debajo de una gallina.


Entonces, Guillermo Jorge se sentó con la Señorita Ana y le fue entregando cada cosa, una por una.


“Qué niño tan querido y extraño que me trae todas estas cosas maravillosas”, pensó la Señorita Ana.


Y comenzó a recordar.


Sostuvo el huevo tibio en sus manos y le contó a Guillermo Jorge de los huevo azules que una vez encontró en el jardín de su tía.


Acercó una concha a su oído y recordó el viaje en tren a la playa, hace muchos años, y el calor que sintió con sus botines altos.


Tocó la medalla y habló con tristeza de su hermano mayor que había ido a la guerra y no había regresado jamás.


Se sonrió con la marioneta y recordó la que ella le había hecho a su hermana pequeña y cómo se había reído con la boca llena de avena.


Le lanzó la pelota a Guillermo Jorge y recordó el día en que lo conoció y los secretos que se habían contado.


Y los dos sonrieron y sonrieron, porque la memoria de la Señorita Ana había sido recuperada por un niño que tenía cuatro nombres y ni siquiera era muy grande.

sábado, 27 de noviembre de 2010

MARIPOSAS



Los rayos de sol se filtraron con dificultad a través de los vidrios sucios de l a ventana, resaltando los dibujos geométricos de la alfombra.  No había muchos muebles en la habitación, apenas una mesita de patas cortas con una tetera de cobre que hervía agua sobre un hornillo y dos catres de madera – con colchones cubiertos por cobertores de telas bordadas – a lo largo de las paredes.  La gruesa alfombra en tonos escarlatas, que cubría el piso casi por entero, era dónde se servía la comida.  A un lado se hallaban grandes y pequeños almohadones amontonados en una esquina, una pesada cortina de lana separaba esta instancia del resto de la vivienda.
          
Era una casa campesina ubicada en la región de Nuristán, en lo profundo de las montañas del Hindu Kush, al noreste de Afganistán.  Decían que los cimientos de piedra de la casa eran tan antiguos como el origen de la familia que la habitaba, ya que se proclamaban descendientes en línea directa de Alejandro Magno conocido con el nombre de Sekandar Kabir.   Alejandro Magno, rey de Macedonia, había conquistado ese territorio, siglos atrás, en su paso para someter India.
          
Si bien los otros habitantes del poblado de Derapech, en la provincia de Kunarhar no aspiraban a tener sangre real, sí aseguraban, orgullosamente, ser descendientes de los militares griegos que acompañaron a Alejandro Magno, y afirmaban que esa era la razón del color claro de su piel y el azul-verdoso de sus ojos, características sobresalientes de la gente de la región.
          
Ahamed Abedy entró a la habitación empujando la pesada puerta de madera que protestó con un chirrido.  Era un niño de once años, de ojos profundamente azules, hijo mayor y único varón de la familia que contaba con cuatro niñas menores que él.
          
Ahamed venía del poblado dónde asistía a la escuela  tres veces por semana para estudiar el Corán, el libro sagrado de los musulmanes.  Llevaba el ceño fruncido por la preocupación.
          
Su maestro, que era también su tío preferido, Jashi, les advirtió sobre las extrañas minas terrestres, los explosivos que los aviones de guerra habían comenzado a lanzar en los campos y que estallaban al tocarlos.  Lo más peligroso era que estos explosivos eran pequeños, de colores brillantes y en forma de mariposa, lo que les daba una apariencia de juguetes.  Esto atraía especialmente a los niños y niñas quienes, al tratar de recogerlos, morían o quedaban mutilados.
          
El muchacho sabía que debía advertir a sus hermanas apenas regresaran a casa.  Se acercó a la mesa y vertió un poco de té en un vaso de vidrio.  Destapó el azucarero, se sirvió varias cucharadas, meció despacio y tomó el té a sorbitos para que no se regara.  Con el vaso en la mano, se sentó sobre la alfombra apoyándose en los almohadones.  Tenía los pies descalzos, con unas medias a rayas rotas en los talones.
          
Desde el poblado llegó uno de los llamados a la oración que entonaba un mulah, el líder religioso de la comunidad.
          – Alá Ah-Akbar, Dios es grande……
         
Ahamed buscó debajo de la mesita y sacó una alfombra pequeña sobre la cuál él rezaba.  Salió de la casa.  Se quitó los calcetines.  Extrajo agua de un balde con una jarra y la puso en una palangana.  Se  lavó manos y pies – como exigía el ritual de purificación – y se arrodilló con el rostro en dirección a La Meca, lugar sagrado en el mundo musulmán.  Se inclinó y rezó:
          – La Ilaja Lil A-lah, no hay otro Dios que Alá.  ¡Oh, Alá, el misericordioso……
          
En medio de sus plegarias escuchó el ruido de aviones. Alzó la mirada.  Eran dos y volaban bastante bajo sobre los bosques de cedros y pinos azules que bordeaban las laderas de las colinas.  Tenían una estrella roja en cada ala.  Su instinto fue entrar de inmediato a la casa, pero no lo hizo y continuó rezando.  Él descendía de Alejandro Magno y por eso no podía tener miedo era el último descendiente de Sekandar Kabir, el último………… sería Alá, el poderoso, quién dispondría de su vida….. finalmente.
          
Cerró los ojos y se concentró en la oración.
          
Escuchó el vibrar de unas ametralladoras.  Eran las únicas cuatro que tenían los rebeldes del poblado y estaban situadas en una loma cercana.
          
Los aviones dieron la vuelta y volaron de nuevo sobre el campo, dejando a su paso una estela de pequeños objetos de colores que cayeron silenciosamente en la hierba.
          
Ahamed terminó de rezar, cuando una camioneta vieja y destartalada se detuvo en el camino que subía a la casa: cuatro niñas de diferentes edades saltaron de la cajuela y corrieron por la hierba.
          
El muchacho recordó lo dicho por su tío, le sudaron las manos y se secó la boca.
          
Ahamed Abedy bajó corriendo por la ladera junto al camino. Sabía que corría más rápido que cualquiera de sus hermanas, pero ellas le aventajaban en distancia.
          – Arggggg, argggg, aaaaaaa – el grito salió intermitente de su garganta.
          
Las niñas se detuvieron y lo miraron.  Luego, en medio de risas, continuaron corriendo.  Querían llegar antes que su hermano al lugar dónde habían visto caer los objetos de colores.
          
Pero esa pausa había sido suficiente y ahora Ahamed corría casi a su lado.  Una de sus hermanas se adelantó riendo y llegó junto a uno de los supuestos juguetes.  Era amarillo y parecía una mariposa sobre la hierba.  La niña se detuvo jadeante y se agachó extendiendo su mano, pero Ahamed llegó primero y tomó la mariposa con una mano prosiguiendo su loca carrera.
          
Finalmente, miles de mariposas amarillas y resplandecientes volaron a su lado.
          
Miles de mariposas amarillas.
          
Miles de mariposas.
          
Mariposas.

Nota del autor:

Afganistán

Cientos de miles de minas de tierra fueron lanzadas por aviones soviéticos en 1979 para ayudar al gobierno comunista de esa época, y en 1989, por las fuerzas del gobierno central contra los talibanes.  Casi la mitad de estas minas se hallan aún regadas por el campo y son una amenaza de muerte, especialmente para las niñas y niños que tratan de recogerlas, pues las confunden con juguetes de plástico por su color brillante.