Invitación

Te invito a la mágica aventura de escuchar un cuento.................. estoy segura de que no te arrepentirás............

sábado, 21 de mayo de 2011

EL CORAZÓN Y LA BOTELLA. Oliver Jeffers




Había una vez una niña, como cualquier otra niña; tenía la cabeza llena de curiosidad por todas las maravillas del mundo, llena de imaginaciones sobre las estrellas, llena de asombro por el mar; y todas estas curiosidades las compartía con alguien especial, un adulto que se encontraba en su vida que era muuuuy especial; le fascinaba encontrar cosas nuevas……. hasta el día que encontró un sillón vacío, aquel sillón que ocupaba ese alguien especial.
Entonces se sintió insegura y pensó que debía poner su corazón a salvo.  Al menos por un tiempo.  Así que lo metió en una botella y se la colgó del cuello.
Con esto las cosas parecieron mejorar.  Pero la verdad es que ya nada era igual.  Se olvidó de las estrellas ……..  y ya no se fijaba en el mar.
Ya no tenía curiosidad por las maravillas del mundo y no prestaba mucha atención a nada …… excepto a lo pesada …… e incómoda que se había vuelto la botella.  Pero al menos su corazón estaba a salvo.
Los años pasaron.
Nunca se le habría ocurrido qué hacer si no hubiera encontrado a una pequeña que todavía sentía mucha curiosidad por el mundo, una pequeña que le preguntó si los elefantes podían vivir bajo el mar.  Antes hubiera sabido responderle a la pequeña.  Pero ahora no.  Le hacía falta su corazón.
Y en ese preciso momento decidió sacarlo de la botella.  Pero no sabía como hacerlo; ya no se acordaba.  Nada funcionaba.  La botella no podía romperse; solo rebotó y rodó ….
justo hacia el mar.
Ahí la pequeña que todavía sentía curiosidad por el mundo, tuvo una idea que podría funcionar.  Y resultó ….. que sí.
El corazón regresó a su lugar ……… Y el sillón ya no estuvo tan vacío.
Aunque la botella sí.

viernes, 29 de abril de 2011

EL LEÓN QUE NO SABÍA ESCRIBIR. Martin Baltscheit.



El león no sabía escribir.

Pero eso no le importaba porque podía rugir y mostrar sus dientes.

Y no necesitaba más.

Un día, se encontró con una leona.  La leona leía un libro y era muy guapa.  El león se acercó y quiso besarla.  Pero se detuvo y pensó:  Una leona que lee es una dama.  Y a una dama se le escriben cartas.  Antes de besarla.  Eso lo había aprendido de un misionero que se había comido.  Pero el león no sabía escribir.

Así que fue en busca del mono y le dijo:
"¡Escríbeme una carta para la leona!"

Al día siguiente, el león se encaminó a Correos con la carta.  Pero, le habría gustado saber qué era lo que había escrito el mono.  Así que se dio la vuelta y el mono tuvo que leerla.  El mono leyó:

"Queridísima amiga: ¿Quiere trepar conmigo a los árboles?.  Tengo plátanos.  ¡Exquisitos!.  Saludos, León".

"Pero noooooo!", rugió el león.  "¡Yo nunca escribiría algo así!".

Y el león rompió la carta.  Y bajó hasta el río.  Allí, el hipopótamo tuvo que escribir una nueva carta.

Al día siguiente, el león llevó la carta a Correos.  Pero le habría gustado saber qué había escrito el hipopótamo.  Así que se dio la vuelta y el hipopótamo leyó:

"Queridísima amiga: ¿Quiere usted nadar conmigo y bucear en busca de algas? ¡Exquisitas!.  Saludos.  León".

"Noooooo!", rugió el léon.  "¡Yo nunca escribiría algo así!".

Y esa misma tarde, le tocó el turno al escarabajo pelotero.  El escarabajo se esforzó tremendamente e incluso echó perfume en el papel.

Al día siguiente, el león llevó la carta a Correos y pasó por delante de la jirafa

"¡Uf, ¿a qué apesta aquí?", quiso saber la jirafa.
"¡La carta!", dijo el león.  "¡Tiene perfume de escarabajo pelotero!".
"Ah", dijo la jirafa", ¡me gustaría leerla!".

Y la jirafa leyó:

"Queridísima amiga: ¿Quiere usted arrastrarse conmigo bajo tierra? ¡Tengo estiércol!  ¡Exquisito!.  Saludos.  León".

"Pero noooooo!" ...... rugió el léon.  "¡Yo nunca escribiría algo así!".

"¡No lo has hecho!", dijo la jirafa.

Furiosísimo, el león rompió la carta e hizo que la jirafa escribiera una nueva.  El cocodrilo debería leerla al día siguiente.  Pero cuando el león fue a recogerla, el cocodrilo se había comido a la jirafa.  ¡Carta incluida!

Así, pues, le tocó el turno al cocodrilo.  Y el buitre leyó esa carta:

"Queridísima amiga: Todavía queda un resto de jirafa para esta noche.  ¡Venga también usted! ¡Exquisito!.  Saludos.  León".

"Oh, no!", dijo el léon.  "¡Yo nunca escribiría algo así!".

El león la rompió y, al día siguiente, el buitre tuvo que leer inmediatamente su carta:

"Queridísima amiga: Soy el león y aquí yo soy el jefe.  ¡Quiero conocerte!"

El león asintió satisfecho.  Sí, así lo hubiera dicho él también.
El buitre continuó leyendo:

"Podemos volar  juntos por encima de la selva.  También tengo carroña, ¡Exquisita!.  Saludos.  León".

¡Ya era suficiente!

"¡NO!", rugió el léon.  

"¡Noooooo! ¡No! y NUEVAMENTE NO!"

"¡Yo escribiría lo hermosa que es.  Le escribiría lo mucho que me gustaría verla.  Sencillamente, estar juntos.  Estar tumbados, holgazaneando, bajo un árbol.  Sencillamente, ¡mirar juntos el cielo al anochecer! ¡Eso no puede resultar tan difícil!.

Y el león se puso a rugir.  Rugió todas las maravillosas cosas que él escribiría, si supiera escribir.  Pero el león no sabía.

Y así, continuó rugiendo un rato.  "¿Por qué entonces no escribió usted mismo?".

El león se dio la vuelta.  "¿Quién quiere saberlo?".

"Yo", dijo la leona del libro.  Y el león, de afilados colmillos, contestó suavemente:

Yo no he escrito porque no sé escribir ..."

Ella empujó tiernamente al león con su nariz y se lo llevó con ella.

Le mostró un libro y le enseñó la 1ª palabra del alfabeto.

"A" de AMOR.

¿YO Y MI GATO?. Satoshi Kitamura



Cierta noche una anciana con un sombrero puntiagudo entró por la ventana de mi recámara.  Sacudió su escoba frente a mi, escupió algunas palabras y se fue sin decir adiós...


- ¡Nicolás, despiértate!  Vas a llegar tarde a la escuela.  Debe ser mamá.  Debe ser otra vez de mañana.


Mamá me jaló hasta el baño y me hizo lavarme y vestirme.


Abajo, no me dejó acabar mi desayuno.  Estaba  hecha una furia.  Me llevó afuera para tomar el autobús.  Ya me había ido... pero seguía aquí... 


"Qué extraño", pensé, atuzándome los bigotes.


¿BIGOTES!.


Corrí al baño a verme en el espejo.  Leonardo, mi gato,  me miraba.  Pero  no era él, ¡era yo!.  No lo podía creer.  ¡Me había convertido en gato!.


"Que no cunda el pánico", me dije.  Me senté en el sillón a considerar cuidadosamente la situación.....  Me quedé dormido.


Cuando desperté me sentía un poco mejor.  Tal vez no estaba tan mal ser un gato.  Al menos no tenía que ir a la escuela.  Brinqué a la mesa, y de ahí a lo alto del estante.  ¡Qué divertido!.  Antes no hubiera podido hacerlo.


Di un gran salto hacia el armario al otro lado de la habitación... 


¡Aaayy!.


Mamá me echó de la casa.


Mientras exploraba el jardín apareció Gioconda, la gata de al lado, y me lamió toda la cara.
¡Guácala!.  "Mejor me voy de aquí", pensé.


La barda de ladrillos se sentía tibiecita bajo mis patas.


Cuando llegué al jardín de la señora Torres vi a Eloísa.  Tuve una sensación muy extraña.


La señora Torres me había regalado a Leonardo cuando era un gatito.


Leonardo era hijo de Eloísa.


¿Eso quería decir que ahora ella era mi mamá?


- Miau, Miau (Hola, mami) - probé a decirle.


Me ignoró por completo.


Más adelante me topé con tres gatos malencarados.


- Perdón, ¿me dejas pasar? - dije.


- ¡No, vete!.  Esta barda es nuestra - contestó uno-


- Pues yo creo que la barda es de tod...


Pero antes de que pudiera terminar la  frase se me echaron encima.


Nos agarramos a trompadas, arañazos y patadas hasta que caímos de la barda hechos bola.


- ¡Guauguauguauguauguauguauguau!.


Un perro corría hacia nosotros ladrando desaforado.


Los gatos salieron disparados en todas direcciones.


Era Bernardo, el perro del señor Piedra.


Es un perro muy simpático, mi favorito en el vecindario.


- Gracias, Bernardo.  Llegaste justo a tiempo...


Pero me correteó y me sacó del jardín.


¡Claro!.  No podía reconocerme.


Así que éste era el mundo en el que vivía Leonardo.  La vida era igual de difícil y complicada que la de los humanos.


Cuando llegué a casa, oí un ruido raro en la puerta de entrada.


Era "yo", de regreso de la escuela, tratando de entrar por la puerta para gatos.


¿Pero él era yo, Nicolás? ¿O era el pobre Leonardo metido en mi cuerpo?.


Una vez dentro, siguió portándose raro.


Se rascó con entusiasmo, y cuando estuvo satisfecho luchó con sus zapatos hasta que se rindieron.


Lamió su suéter y luego pasó un buen rato afilándose las uñas.


El pez dorado le pareció particularmente fascinante.


Trató de separar la ropa limpia, pero se dio por vencido.


Encontró irresistible el calentador y enloqueció con la caja de arena.


Pero cuando me vio, no  le gusté ni tantito.


Mamá se dio cuenta al fin de que algo andaba mal con su hijo.


Se preocupó tanto que llamó al doctor y le pidió que viniera de inmediato.


- No hay nada de qué preocuparse - dijo el doctor Cable -.  Sólo está un poco cansado.  Mándelo a la cama temprano y en la mañana estará perfectamente.


Mamá seguía muy angustiada.  Estuvo abrazándolo toda la tarde.  Yo sentía pena por los dos.


Me trepé sobre Leonardo-dentro-de-mi-cuerpo y le acaricié la mejilla.  Ronroneó.  Luego Mamá me acarició suavemente.  Yo también ronroneé.


Esa noche la anciana con el sombrero puntiagudo volvió a entrar por la ventana de mi recámara.


- Lo siento, primor.  Tenía la dirección equivocada - dijo.  Agitó su escoba y balbució algunas palabras.  Luego se fue sin decir buenas noches.


- Nicolás, despiértate!  Vas a llegar tarde a la escuela.


- Escuché a mamá gritar.


Todo volvió a la normalidad.


En la escuela, el señor Magú se sentó sobre la mesa.


Se rascó, lamió su camisa y se durmió durante toda la clase.

sábado, 16 de abril de 2011

EN MÁRMOL Y A TAMAÑO NATURAL. Edith Nesbit



Cristian y yo estábamos en nuestra luna de miel.  Un día salimos de la ciudad de la costa en que residíamos para visitar la iglesia de un pueblecito del sur.  La región era hermosa y apacible, y quiso la suerte que encontráramos en venta una casa de campo cerca de la iglesia.


La casa en cuestión era un edificio bajo y alargado cuyas habitaciones sobresalían en ángulos inprevistos.  La habían construido sobre los restos de una antigua casa que en otro tiempo se había alzado allí.  Distaba unos tres kilómetros y pico del pueblo.  Y decidimos comprarla.


Yo era pintora en aquel tiempo, y Cristian escribía poemas y relatos.  Contratamos a una vieja campesina llamada señora Eulalia para que se encargase del orden de la casa.  Fue un gran descanso para nosotros.  Además de ocuparse de los quehaceres domésticos, nos entretenía con historias sobre contrabandistas y salteadores de caminos,  más aún, sobre horribles apariciones que podían sorprender a cualquiera en las noches solitarias y estrelladas.


Gozamos de tres meses de felicidad.  Luego, una noche de octubre, la señora Eulalia anunció de repente que se marcharía al finalizar la semana.  Algo la inquietaba.


- Últimamente se comporta de manera muy extraña - me dijo  Cristian - ¿La habremos ofendido en algo?


- Después hablaré con ella - contesté - .  Vamos a dar un paseo hasta la iglesia.  Eso siempre me sienta bien.  


Nos encantaba visitar la amplia y solitaria iglesia, sobre todo en las noches estrelladas.  El camino que conducía a ella cruzaba serpeante el bosque, subía una cuesta y atravesaba dos prados antes de llegar a la tapia del cementerio que la rodeaba.


Dentro, los arcos se perdían en la oscuridad.  La luna se filtraba por las hermosas vidrieras.  A cada lado del altar había una losa, y encima de cada losa yacía la figura en mármol blanco de un caballero armado, con las manos juntas en oración.  Estas estatuas, de tamaño natural, eran los objetos más llamativos de la iglesia, y parecían desprender luz propia en contraste, sobre todo, con el roble oscuro de los bancos y las paredes forradas de la iglesia.


Los campesinos habían olvidado los nombres de estos caballeros, aunque decían que habían sido hombres feroces y malvados.  Tan abominables eran sus fechorías que el cielo les castigó fulminando su mansión.  Mansión que, dicho sea de paso, se había alzado en el solar que ahora ocupaba nuestra casa.


Viendo sus rostros adustos de piedra no costaba creer que fueran ciertas las hazañas que se contaban de ellos.  Pero pese a toda su maldad, sus descendientes fueron lo bastante ricos para convencer a la iglesia de que acogiese sus efigies.


Esa noche contemplamos Cristian y yo las estatuas yacentes, descansamos un rato y regresamos.  Una vez en casa, presioné a la señora Eulalia para que me dijese el verdadero motivo por el que quería dejarnos.


- ¿Ha observado en nosotros algo que no le parezca bien, señora Eulalia? - pregunté.
- No, señora.  Han sido ustedes muy buenos, desde luego.
- Entonces, ¿por qué quiere irse esta semana? ¿Y así, tan de repente? - insistí.
- Pues verá, señora - dijo en un tono bajo, inseguro -: seguramente ha visto en la iglesia las dos imágenes que hay ambos lados del altar.
- ¿Se refiere a las estatuas de los caballeros con armadura? - dije alegremente.
- Me refiero a los dos cuerpos tallados en mármol a tamaño natural - hizo una pausa para aspirar profundamente, y luego prosiguió -: Dicen que en la víspera de Todos los Santos se levantan, bajan de las losas y se pasean por la nave.  Y cuando el reloj de la iglesia da las once, cruzan la puerta y salen al cementerio y al camino.  Y si la noche es lluviosa, por la mañana se ven las huellas de sus pies.
- ¿Y adónde van? - pregunté, fascinada por la pintoresca leyenda.
- Vienen aquí; a lo que fue su casa, señora.  Y si alguien se encuentra con ellos .....
- Bueno, ¿qué le pasa? - pregunté.  Pero no hubo manera de sacarle una palabra más ...., salvo una advertencia:
- Decida lo que decida, señora, cierren la puerta temprano la víspera de Todos los Santos.


No le conté nada a Cristian sobre esta leyenda.  Consideraba la historia una bobada.  Ya se la contaría después.  El jueves 30 de Octubre, la señora Eulalia se marchó como había anunciado.  Prometió volver a la semana siguiente.


Llegó el viernes, víspera de Todos los Santos.  Cristian y yo pasamos un día agradable haciendo limpieza y trabajando.  Pero cuando el sol empezó a declinar, el estado de ánimo de  Cristian decayó.


- Estás triste, cariño - dije
-  Triste exactamente, no - contestó él -.  Estoy inquieto.  Tiemblo pero no tengo frío.  Siento como si fuera a pasar algo.


Estábamos sentados delante de la chimenea.  Nos quedamos en silencio.  Cristian se animó un poco, aunque parecía lejano.  Me apetecía caminar antes de irme a la cama; pero como no quería molestar a Cristian, le dije que estaría afuera un ratito.


- No te entretengas mucho - dijo él.
- No, cariño - repliqué, y le di un beso en los labios.


Al salir de la casa no cerré la puerta con llave.  La noche era absolutamente silenciosa.  Mas allá de los prados se recortaba contra el cielo el campanario negro y gris de la iglesia.  La campana dio las once.  No tenía ganas de acostarme todavía, así que decidí dar un paseo  hasta la iglesia.  Al alejarme de la casa pude ver, a través de la ventana, a Cristian sentado en su butaca junto al fuego, y dormido ya.


Caminaba despacio, siguiendo el camino del bosque.  Oía claramente pisadas en las hojas secas.  Me detuve, pero el ruido se detuvo también.  "Sin duda es el eco", pensé.


Al acercarme a la iglesia vi que la puerta estaba abierta.  Dado que los únicos que la visitábamos entre semana éramos Crisitan y yo, me culpé a mi misma por haberla dejado sin cerrar en nuestra última visita.


Entré.  No había recorrido la mitad de la nave cuando recordé con un escalofrío que eran precisamente el día y la hora en que se decía que cobraban vida las dos estatuas de mármol.


Me avergoncé de haber tenido ese instante de temor y me alegré de haber ido a la iglesia:  así podría decir a la señora Eulalia lo disparatada que era su leyenda.


Con las manos en los bolsillos, avancé por la nave casi a oscuras.  Justo entonces salió la luna, derramando su luz en la iglesia.  Me detuve en seco.  El corazón me dio tal brinco que casi me ahoga; y a continuación casi caigo desfallecida.


¡Los caballeros de mármol habían desaparecido!.  Pasé la mano por las losas para comprobar que no eran imaginaciones mías.  Estaban suaves y lisas.  ¡Las estatuas se han ido!.


El terror se apoderó de mi.  ¡Cristian!.  Sali corriendo de la iglesia, mordiéndome el labio para no gritar.  Cerca de casa, surgió ante mi una figura oscura.  Lleno de presagios, grité:
- ¡Fuera de mi camino, imbécil!
Al intentar seguir adelante, me cogió los brazos por encima del codo.  Era nuestro vecino el doctor Kelly.
- ¡Suéltame estúpido! - exclamé con voz entrecortada -.  ¡ Las efigies de mármol han salido de la iglesia!
- Ha escuchado usted demasiadas consejas - rió el doctor.
- He visto las losas vacías.  Temo que le haya pasado algo a Cristian - supliqué.
- Tonterías - dijo el doctor -.  Venga conmigo y le enseñaré las losas.  No sea pusilánime.


La actitud sosegada del doctor me devolvió la serenidad.
Regresamos a la iglesia y recorrimos la nave.  Cerré los ojos, convencida de que las estatuas no iban a estar allí.  Oí que el doctor encendía una cerilla.
- Ahí  las tiene - dijo alegremente.  ¡Y allí estaban! Exhalé un hondo suspiro y le estreché la mano.
- Ha debido engañarme algún efecto de luz - dije avergonzada.
- Sin duda alguna - replicó él.  Se había inclinado a mirar la estatua de la derecha, que era la de aspecto más terrible -.  Mire - añadió el doctor -.  Tiene rota una mano.


Y así era, en efecto.  Yo estaba segura que cuando Cristian y yo visitamos la iglesia esa mano se encontraba en perfecto estado.  Pero me tranquilizó tanto comprobar que la estatua estaba allí que no me preocupó que tuviera la mano rota.


Era tarde.  Invité al doctor Kelly a casa.  Cuando nos acercábamos, vimos que salía luz por la puerta abierta.  ¿Habría salido Cristian?


Miramos en el cuarto de estar.  Al principio no lo vimos.  Su butaca estaba vacía, y su libro y sus lentes estaban en el suelo.


Lo encontramos en el asiento de la ventana, reclinado sobre una mesa.  Tenía la cabeza apoyada en la mesa, sus labios estaban contraídos, y tenía los ojos extremadamente abiertos.  ¿Qué era lo último que habían visto?


- ¡Ya estoy aquí, Cristian! ¡Háblame! ¡No me asustes! - exclamé.
Se derrumbó exánime en mis brazos.  Tenía las manos fuertemente apretadas.  En una de ellas sujetaba algo.  Cuando tuve la total seguridad de que estaba muerto, dejé que el doctor le abriese la mano para ver qué sujetaba.


Era un dedo de mármol blanco.

viernes, 11 de marzo de 2011

CELEBRACION



Ocupada como estaba con la vida del resto, casi me olvido que una vez más cumplo años.  Si no fuera por los saludos en Facebook, habría logrado pasar piola.  Jolgorio, allá vamos.


Agustín me invitó a comer al Matsuri, y yo acepté más que contenta.  Después de todo, mi agenda estaba de lo más disponible después de la oficina.  Quedamos en vernos a las 7 y media y obviamente que al llegar a la oficina me encontré con un gran ramo de girasoles, lo que me dejó pensando si era un buen o mal signo que no fueran las rosas rojas de la pasión.  A la hora de almuerzo me junté con Fede y, ya que estábamos en el día de mis treinta y siempre, me tomé un pisco sour, total, pensaba huir tipo 5 a mi casa, para prepararme.


Tipo cuatro y media empecé a guardar mis cosas, cuando entra Sofía, la recién llegada practicante, y me anunció que me esperaban en la sala de reuniones.  OK, dije yo, me cantan, me como algo y parto.  Entré y, oh, sorpresa.  Una linda torta de cupcakes se robó mi atención.  Y oh, doble sorpresa, en vez de bebidas ¡unas botellas de champaña!.  No sé que cara habré puesto, pero el público presente dejó en claro que las innovaciones eran responsabilidad de la joven compañera.  Una hora más tarde estaba poniéndome la chaqueta para tomarme un happy hour con un par de compañeritas, cambio de planes motivado por la champaña y por las ocurrencias de mi nueva amigui, Sofía.  No sé como avanzó la hora, pero de repente eran las 11 de la noche y estaba en mi auto, camino al Club Amanda.  Estaba en la barra, pidiendo un vodka tónica, cuando me acordé de Agustín.  ¡Lo dejé plantado!


Pensé en llamarlo y reptar para que me perdonara.  Pero la música estaba tan buena.  Y mi sangre tan alcoholizada.  Y mis pies, con tantas ganas de moverse.  Ay, las malas juntas.  Sofía estaba a mi lado y le bailaba a un guachón que debe haber tenido, con suerte, 21.


Desperté a las diez de la mañana del día siguiente, con las panties rotas, la ropa salpicada de piscola y la sensación de haberlo pasado excelente.  Y sin culpas.  Si Agustín se enoja, puedo mostrarle mis heridas de guerra de un excelente cumpleaños en estilo de veinteañera.



ISABELA



La soledad la asaltó a mitad de la vida. Sin fábulas o mitos de donde asirse para replantearse su existencia desde esa perspectiva. Se la veía en muchas fiestas, reuniones y convenciones. Se daba a conocer abiertamente por su famosa frase: Sin compromisos. Aceptaba una copa con alguno que otro compañero de trabajo. Cuando le ofrecían seriedad y compromiso, ella reía y recalcaba su frase. A la alcoba sí, al matrimonio, nunca. Sus veladas terminaban en algun hotel de paso o en algun apartamento donde se entregaba como texto a ser devorado como devoraba ella el de sus amantes.

Pero el tiempo, caprichoso la apartó de las noches largas. Cesaron las invitaciones. A otros les llegaron hijos, hogares y compromisos. Al principio los criticaba cruelmente. Decía que se ataban a estructuras sociales que terminarían estrujándoles la juventud en una rutina inacabable. Y se dedicó a viajar. Conocer otros mundos. Cuántas aventuras placenteras. El sexo libre, sin ataduras. Una, dos noches, a lo sumo tres y si llegaba a dos semanas con el mismo amante, desaparecía de su vida sin prevenirlos.

Esa noche se tendió en su cama. El día había resultado agotador. Era de noche. En su minúsculo apartamento, sólo se escuchaban los sonidos de los enseres domésticos que apenas usaba. El aire acondicionado, y una brisa que hacía chocar las cortinas de su habitación. Llegaron los recuerdos. Las noches eróticas. Los besos. Se desnudó y observó su cuerpo. A sus cincuenta años conservaba algún atractivo, pero los hombres las preferían más jóvenes. Había tenido acercamientos sexuales, pero ya no eran los mismos hombres que ejercían aquella atracción feroz que la doblegaba y no se negaba en la cama.
Después del baño, se puso su perfume preferido. Se puso un escotado vestido negro y se dispuso a salir. Dio varias vueltas en su automóvil por el centro de la ciudad. No sabía a dónde ir. En ninguno de aquellos lugares estarían sus amistades de siempre. A pesar de ello se aparcó y entró a un bar. Pidió una copa de vino. Sabía que algún caballero se le acercaría. Varios posaron su mirada en sus senos cuando entró. Un hombre alto, de unos sesenta años se sentó a su lado y le brindó compañía. Sin decir siquiera los nombres, conversaron largamente toda la noche, entre tragos y aplausos al pianista que amenizaba la velada. No la invitó a la cama, pero la acompañó hasta su auto y antes de despedirse, le entregó una flor que le compró a uno de los chamos que vendían por allí. Le dio un beso en la mano y le dijo: Isabela Montes, aún sigues sola. Lo dijiste y lo hiciste.

Ella, sorprendida, intentó descifrar aquel rostro y no pudo reconocerlo. Él le dijo. No tiene caso. Desearía esta noche acompañarte, quedarme como en los buenos tiempos contigo, irnos a tu cama o mi cama. Pero mis tres hijos me esperan. Aunque enviudé, no estoy solo. Ellos saben que cada viernes vengo a tomarme unas copas para quitarme el estrés, y no se van a sus fiestas hasta que me ven seguro en la casa. Y se fue caminando calle abajo, con las manos metidas en los bolsillos, mientras Isabela, lo observaba, llorosa, sin saber con quién había tenido una de las veladas más hermosas de su vida.

domingo, 28 de noviembre de 2010

GUILLERMO JORGE MANUEL JOSE. Mem Fox



Había una vez un niño llamado Guillermo Jorge Manuel José. ¿Y saben? Ni siquiera era un niño muy grande.


Su casa quedaba al lado de un hogar para ancianos y conocía a todas las personas que vivían allí.


Le gustaba la Señora Marcano que por las tardes tocaba el piano.
Y también el Señor Tancredo que le contaba cuentos de miedo.


Jugaba con el Señor Arrebol que era loco por el beisbol.
Hacía mandados para la Señora Herrera que caminaba con bastón de madera.
Y admiraba al Señor Tortosa Escalante que tenía voz de gigante.


Un día, Guillermo Jorge Manuel José escuchó a su papá y a su mamá hablando de la señorita Ana.


– Pobre viejecita – dijo su mamá.
– ¿Por qué es una pobre viejecita? – preguntó Guillermo Jorge.
– Porque ha perdido la memoria – dijo su papá.
– Lo que no es raro – dijo su mamá –. Después de todo, tiene noventa y seis años.
– ¿Qué es una memoria? – preguntó Guillermo Jorge.
– Es algo que se recuerda – contestó su papá.


Pero Guillermo Jorge quería saber más.
Fue a ver a la Señora Marcano que tocaba el piano.
– ¿Qué es una memoria? – preguntó.
– Algo tibio, mi niño, algo tibio.


Fue a ver al Señor Tancredo que le contaba cuentos de miedo.
– ¿Qué es una memoria? – le preguntó.
– Algo muy antiguo, muchacho, algo muy antiguo.


Fue a ver al Señor Arrebol que era loco por el beisbol.
– ¿Qué es una memoria? – le preguntó.
– Algo que te hace llorar, jovencito, algo que te hace llorar.


Fue a ver a la Señora Herrera que caminaba con bastón de madera.
– ¿Qué es una memoria? – le preguntó.
– Algo que te hace reír, mi cielo, algo que te hace reír.
Fue a ver al Señor Tortosa Escalante que tenía voz de gigante.
– ¿Qué es una memoria? – le preguntó.
– Algo precioso como el oro, niño, algo precioso como el oro.


Entonces, Guillermo Jorge Manuel José regresó a su casa a buscar memorias para la señorita Ana, porque ella había perdido las suyas.


Buscó las viejas conchas de mar que hacía tiempo había recogido en la playa
y las colocó con cuidado en una cesta.


Encontró la marioneta que hacía reír a todo el mundo y también la puso en una cesta.


Recordó con tristeza la medalla que su abuelo le había regalado y la puso suavemente al lado de las conchas.


Luego, encontró su pelota de fútbol, que era preciosa como el oro, y por último, camino de la Señorita Ana, pasó por el gallinero y sacó un huevo calientico de debajo de una gallina.


Entonces, Guillermo Jorge se sentó con la Señorita Ana y le fue entregando cada cosa, una por una.


“Qué niño tan querido y extraño que me trae todas estas cosas maravillosas”, pensó la Señorita Ana.


Y comenzó a recordar.


Sostuvo el huevo tibio en sus manos y le contó a Guillermo Jorge de los huevo azules que una vez encontró en el jardín de su tía.


Acercó una concha a su oído y recordó el viaje en tren a la playa, hace muchos años, y el calor que sintió con sus botines altos.


Tocó la medalla y habló con tristeza de su hermano mayor que había ido a la guerra y no había regresado jamás.


Se sonrió con la marioneta y recordó la que ella le había hecho a su hermana pequeña y cómo se había reído con la boca llena de avena.


Le lanzó la pelota a Guillermo Jorge y recordó el día en que lo conoció y los secretos que se habían contado.


Y los dos sonrieron y sonrieron, porque la memoria de la Señorita Ana había sido recuperada por un niño que tenía cuatro nombres y ni siquiera era muy grande.