La soledad la asaltó a mitad de la vida. Sin fábulas o mitos de donde asirse para replantearse su existencia desde esa perspectiva. Se la veía en muchas fiestas, reuniones y convenciones. Se daba a conocer abiertamente por su famosa frase: Sin compromisos. Aceptaba una copa con alguno que otro compañero de trabajo. Cuando le ofrecían seriedad y compromiso, ella reía y recalcaba su frase. A la alcoba sí, al matrimonio, nunca. Sus veladas terminaban en algun hotel de paso o en algun apartamento donde se entregaba como texto a ser devorado como devoraba ella el de sus amantes.
Pero el tiempo, caprichoso la apartó de las noches largas. Cesaron las invitaciones. A otros les llegaron hijos, hogares y compromisos. Al principio los criticaba cruelmente. Decía que se ataban a estructuras sociales que terminarían estrujándoles la juventud en una rutina inacabable. Y se dedicó a viajar. Conocer otros mundos. Cuántas aventuras placenteras. El sexo libre, sin ataduras. Una, dos noches, a lo sumo tres y si llegaba a dos semanas con el mismo amante, desaparecía de su vida sin prevenirlos.
Esa noche se tendió en su cama. El día había resultado agotador. Era de noche. En su minúsculo apartamento, sólo se escuchaban los sonidos de los enseres domésticos que apenas usaba. El aire acondicionado, y una brisa que hacía chocar las cortinas de su habitación. Llegaron los recuerdos. Las noches eróticas. Los besos. Se desnudó y observó su cuerpo. A sus cincuenta años conservaba algún atractivo, pero los hombres las preferían más jóvenes. Había tenido acercamientos sexuales, pero ya no eran los mismos hombres que ejercían aquella atracción feroz que la doblegaba y no se negaba en la cama.
Después del baño, se puso su perfume preferido. Se puso un escotado vestido negro y se dispuso a salir. Dio varias vueltas en su automóvil por el centro de la ciudad. No sabía a dónde ir. En ninguno de aquellos lugares estarían sus amistades de siempre. A pesar de ello se aparcó y entró a un bar. Pidió una copa de vino. Sabía que algún caballero se le acercaría. Varios posaron su mirada en sus senos cuando entró. Un hombre alto, de unos sesenta años se sentó a su lado y le brindó compañía. Sin decir siquiera los nombres, conversaron largamente toda la noche, entre tragos y aplausos al pianista que amenizaba la velada. No la invitó a la cama, pero la acompañó hasta su auto y antes de despedirse, le entregó una flor que le compró a uno de los chamos que vendían por allí. Le dio un beso en la mano y le dijo: Isabela Montes, aún sigues sola. Lo dijiste y lo hiciste.
Después del baño, se puso su perfume preferido. Se puso un escotado vestido negro y se dispuso a salir. Dio varias vueltas en su automóvil por el centro de la ciudad. No sabía a dónde ir. En ninguno de aquellos lugares estarían sus amistades de siempre. A pesar de ello se aparcó y entró a un bar. Pidió una copa de vino. Sabía que algún caballero se le acercaría. Varios posaron su mirada en sus senos cuando entró. Un hombre alto, de unos sesenta años se sentó a su lado y le brindó compañía. Sin decir siquiera los nombres, conversaron largamente toda la noche, entre tragos y aplausos al pianista que amenizaba la velada. No la invitó a la cama, pero la acompañó hasta su auto y antes de despedirse, le entregó una flor que le compró a uno de los chamos que vendían por allí. Le dio un beso en la mano y le dijo: Isabela Montes, aún sigues sola. Lo dijiste y lo hiciste.
Ella, sorprendida, intentó descifrar aquel rostro y no pudo reconocerlo. Él le dijo. No tiene caso. Desearía esta noche acompañarte, quedarme como en los buenos tiempos contigo, irnos a tu cama o mi cama. Pero mis tres hijos me esperan. Aunque enviudé, no estoy solo. Ellos saben que cada viernes vengo a tomarme unas copas para quitarme el estrés, y no se van a sus fiestas hasta que me ven seguro en la casa. Y se fue caminando calle abajo, con las manos metidas en los bolsillos, mientras Isabela, lo observaba, llorosa, sin saber con quién había tenido una de las veladas más hermosas de su vida.
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