Invitación
Te invito a la mágica aventura de escuchar un cuento.................. estoy segura de que no te arrepentirás............
sábado, 16 de abril de 2011
EN MÁRMOL Y A TAMAÑO NATURAL. Edith Nesbit
Cristian y yo estábamos en nuestra luna de miel. Un día salimos de la ciudad de la costa en que residíamos para visitar la iglesia de un pueblecito del sur. La región era hermosa y apacible, y quiso la suerte que encontráramos en venta una casa de campo cerca de la iglesia.
La casa en cuestión era un edificio bajo y alargado cuyas habitaciones sobresalían en ángulos inprevistos. La habían construido sobre los restos de una antigua casa que en otro tiempo se había alzado allí. Distaba unos tres kilómetros y pico del pueblo. Y decidimos comprarla.
Yo era pintora en aquel tiempo, y Cristian escribía poemas y relatos. Contratamos a una vieja campesina llamada señora Eulalia para que se encargase del orden de la casa. Fue un gran descanso para nosotros. Además de ocuparse de los quehaceres domésticos, nos entretenía con historias sobre contrabandistas y salteadores de caminos, más aún, sobre horribles apariciones que podían sorprender a cualquiera en las noches solitarias y estrelladas.
Gozamos de tres meses de felicidad. Luego, una noche de octubre, la señora Eulalia anunció de repente que se marcharía al finalizar la semana. Algo la inquietaba.
- Últimamente se comporta de manera muy extraña - me dijo Cristian - ¿La habremos ofendido en algo?
- Después hablaré con ella - contesté - . Vamos a dar un paseo hasta la iglesia. Eso siempre me sienta bien.
Nos encantaba visitar la amplia y solitaria iglesia, sobre todo en las noches estrelladas. El camino que conducía a ella cruzaba serpeante el bosque, subía una cuesta y atravesaba dos prados antes de llegar a la tapia del cementerio que la rodeaba.
Dentro, los arcos se perdían en la oscuridad. La luna se filtraba por las hermosas vidrieras. A cada lado del altar había una losa, y encima de cada losa yacía la figura en mármol blanco de un caballero armado, con las manos juntas en oración. Estas estatuas, de tamaño natural, eran los objetos más llamativos de la iglesia, y parecían desprender luz propia en contraste, sobre todo, con el roble oscuro de los bancos y las paredes forradas de la iglesia.
Los campesinos habían olvidado los nombres de estos caballeros, aunque decían que habían sido hombres feroces y malvados. Tan abominables eran sus fechorías que el cielo les castigó fulminando su mansión. Mansión que, dicho sea de paso, se había alzado en el solar que ahora ocupaba nuestra casa.
Viendo sus rostros adustos de piedra no costaba creer que fueran ciertas las hazañas que se contaban de ellos. Pero pese a toda su maldad, sus descendientes fueron lo bastante ricos para convencer a la iglesia de que acogiese sus efigies.
Esa noche contemplamos Cristian y yo las estatuas yacentes, descansamos un rato y regresamos. Una vez en casa, presioné a la señora Eulalia para que me dijese el verdadero motivo por el que quería dejarnos.
- ¿Ha observado en nosotros algo que no le parezca bien, señora Eulalia? - pregunté.
- No, señora. Han sido ustedes muy buenos, desde luego.
- Entonces, ¿por qué quiere irse esta semana? ¿Y así, tan de repente? - insistí.
- Pues verá, señora - dijo en un tono bajo, inseguro -: seguramente ha visto en la iglesia las dos imágenes que hay ambos lados del altar.
- ¿Se refiere a las estatuas de los caballeros con armadura? - dije alegremente.
- Me refiero a los dos cuerpos tallados en mármol a tamaño natural - hizo una pausa para aspirar profundamente, y luego prosiguió -: Dicen que en la víspera de Todos los Santos se levantan, bajan de las losas y se pasean por la nave. Y cuando el reloj de la iglesia da las once, cruzan la puerta y salen al cementerio y al camino. Y si la noche es lluviosa, por la mañana se ven las huellas de sus pies.
- ¿Y adónde van? - pregunté, fascinada por la pintoresca leyenda.
- Vienen aquí; a lo que fue su casa, señora. Y si alguien se encuentra con ellos .....
- Bueno, ¿qué le pasa? - pregunté. Pero no hubo manera de sacarle una palabra más ...., salvo una advertencia:
- Decida lo que decida, señora, cierren la puerta temprano la víspera de Todos los Santos.
No le conté nada a Cristian sobre esta leyenda. Consideraba la historia una bobada. Ya se la contaría después. El jueves 30 de Octubre, la señora Eulalia se marchó como había anunciado. Prometió volver a la semana siguiente.
Llegó el viernes, víspera de Todos los Santos. Cristian y yo pasamos un día agradable haciendo limpieza y trabajando. Pero cuando el sol empezó a declinar, el estado de ánimo de Cristian decayó.
- Estás triste, cariño - dije
- Triste exactamente, no - contestó él -. Estoy inquieto. Tiemblo pero no tengo frío. Siento como si fuera a pasar algo.
Estábamos sentados delante de la chimenea. Nos quedamos en silencio. Cristian se animó un poco, aunque parecía lejano. Me apetecía caminar antes de irme a la cama; pero como no quería molestar a Cristian, le dije que estaría afuera un ratito.
- No te entretengas mucho - dijo él.
- No, cariño - repliqué, y le di un beso en los labios.
Al salir de la casa no cerré la puerta con llave. La noche era absolutamente silenciosa. Mas allá de los prados se recortaba contra el cielo el campanario negro y gris de la iglesia. La campana dio las once. No tenía ganas de acostarme todavía, así que decidí dar un paseo hasta la iglesia. Al alejarme de la casa pude ver, a través de la ventana, a Cristian sentado en su butaca junto al fuego, y dormido ya.
Caminaba despacio, siguiendo el camino del bosque. Oía claramente pisadas en las hojas secas. Me detuve, pero el ruido se detuvo también. "Sin duda es el eco", pensé.
Al acercarme a la iglesia vi que la puerta estaba abierta. Dado que los únicos que la visitábamos entre semana éramos Crisitan y yo, me culpé a mi misma por haberla dejado sin cerrar en nuestra última visita.
Entré. No había recorrido la mitad de la nave cuando recordé con un escalofrío que eran precisamente el día y la hora en que se decía que cobraban vida las dos estatuas de mármol.
Me avergoncé de haber tenido ese instante de temor y me alegré de haber ido a la iglesia: así podría decir a la señora Eulalia lo disparatada que era su leyenda.
Con las manos en los bolsillos, avancé por la nave casi a oscuras. Justo entonces salió la luna, derramando su luz en la iglesia. Me detuve en seco. El corazón me dio tal brinco que casi me ahoga; y a continuación casi caigo desfallecida.
¡Los caballeros de mármol habían desaparecido!. Pasé la mano por las losas para comprobar que no eran imaginaciones mías. Estaban suaves y lisas. ¡Las estatuas se han ido!.
El terror se apoderó de mi. ¡Cristian!. Sali corriendo de la iglesia, mordiéndome el labio para no gritar. Cerca de casa, surgió ante mi una figura oscura. Lleno de presagios, grité:
- ¡Fuera de mi camino, imbécil!
Al intentar seguir adelante, me cogió los brazos por encima del codo. Era nuestro vecino el doctor Kelly.
- ¡Suéltame estúpido! - exclamé con voz entrecortada -. ¡ Las efigies de mármol han salido de la iglesia!
- Ha escuchado usted demasiadas consejas - rió el doctor.
- He visto las losas vacías. Temo que le haya pasado algo a Cristian - supliqué.
- Tonterías - dijo el doctor -. Venga conmigo y le enseñaré las losas. No sea pusilánime.
La actitud sosegada del doctor me devolvió la serenidad.
Regresamos a la iglesia y recorrimos la nave. Cerré los ojos, convencida de que las estatuas no iban a estar allí. Oí que el doctor encendía una cerilla.
- Ahí las tiene - dijo alegremente. ¡Y allí estaban! Exhalé un hondo suspiro y le estreché la mano.
- Ha debido engañarme algún efecto de luz - dije avergonzada.
- Sin duda alguna - replicó él. Se había inclinado a mirar la estatua de la derecha, que era la de aspecto más terrible -. Mire - añadió el doctor -. Tiene rota una mano.
Y así era, en efecto. Yo estaba segura que cuando Cristian y yo visitamos la iglesia esa mano se encontraba en perfecto estado. Pero me tranquilizó tanto comprobar que la estatua estaba allí que no me preocupó que tuviera la mano rota.
Era tarde. Invité al doctor Kelly a casa. Cuando nos acercábamos, vimos que salía luz por la puerta abierta. ¿Habría salido Cristian?
Miramos en el cuarto de estar. Al principio no lo vimos. Su butaca estaba vacía, y su libro y sus lentes estaban en el suelo.
Lo encontramos en el asiento de la ventana, reclinado sobre una mesa. Tenía la cabeza apoyada en la mesa, sus labios estaban contraídos, y tenía los ojos extremadamente abiertos. ¿Qué era lo último que habían visto?
- ¡Ya estoy aquí, Cristian! ¡Háblame! ¡No me asustes! - exclamé.
Se derrumbó exánime en mis brazos. Tenía las manos fuertemente apretadas. En una de ellas sujetaba algo. Cuando tuve la total seguridad de que estaba muerto, dejé que el doctor le abriese la mano para ver qué sujetaba.
Era un dedo de mármol blanco.
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Este cuento es muy bueno espero que agais mas igualessss
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